
Por Dr. Pedro Ramírez Slaibe
La medicina, más que una profesión, constituye un pilar invisible del desarrollo nacional. Su ejercicio no solo preserva la vida, sino que condiciona la productividad, el capital humano y la sostenibilidad fiscal de un país.
En la medida en que una nación cuida la salud de su población, preserva también su capacidad de generar riqueza, de innovar y de sostener un Estado funcional. Pero ese axioma, que parece evidente, ha sido históricamente subestimado por las políticas públicas que reducen al médico a un prestador más dentro de un sistema fragmentado y administrativamente ineficiente.
El médico no es un costo, es un multiplicador de valor social y económico. Cada diagnóstico temprano evita tratamientos costosos, cada manejo clínico adecuado reduce días de hospitalización y pérdidas laborales, cada acto médico ético preserva confianza y cohesión social. Sin embargo, los marcos de incentivos que hoy gobiernan la medicina en América Latina —y en particular en la República Dominicana— distorsionan ese valor.
El pago por evento, la burocracia contractual de las ARS, la carga administrativa y la precarización del trabajo médico, la presión asistencial sin respaldo tecnológico y la subordinación del criterio clínico al costo contable han degradado el ejercicio profesional hasta convertirlo en un eslabón de una cadena de servicios despersonalizados.
Pero lo más grave no es la pérdida de estatus o de ingresos sino la pérdida de poder estratégico en la toma de decisiones nacionales sobre salud, productividad y bienestar. En una economía donde el gasto sanitario representa valores por debajo del 6% del PIB, excluir al médico de los espacios de planificación es excluir el conocimiento del núcleo mismo del desarrollo.
El desarrollo nacional no se mide solo en carreteras, edificios o macro cifras de crecimiento. Se mide en capital humano saludable, en días de trabajo no perdidos, en capacidades cognitivas preservadas, en envejecimiento activo y en bienestar colectivo.
El médico, al intervenir en el punto de origen de esas variables, es un agente directo del crecimiento económico. Cuando diagnostica hipertensión, controla la diabetes o previene un infarto, no solo salva una vida, mantiene un trabajador en actividad, evita una pensión anticipada, preserva ingresos familiares y reduce costos fiscales futuros.
Sin embargo, la economía política de la salud continúa tratándolo como un gasto recurrente, porque el médico aparece en las cuentas nacionales como egreso, cuando en realidad es inversión. El salario médico debería verse como un “activo de conocimiento” que multiplica productividad y reduce pérdidas sistémicas.
En países donde el gasto sanitario ha sido inteligentemente articulado con la política macroeconómica —como Corea del Sur, Finlandia o Costa Rica— el médico se integra a la cadena de valor del desarrollo y no se le mide por cantidad de consultas, sino por impacto en salud y bienestar social.
En la República Dominicana, el modelo vigente separa la medicina de la economía real y el Sistema Dominicano de Seguridad Social ha diseñado una estructura de incentivos que privilegia la intermediación financiera sobre la resolución clínica.
El médico se ve obligado a producir actos, no resultados. Este divorcio entre saber y decisión destruye el valor agregado, incrementa el gasto sin mejorar la salud y erosiona el compromiso profesional. El médico, despojado de autonomía, deviene en un empleado sin poder de transformación, en lugar de un arquitecto de bienestar.
El desafío es estructural. Esto es, recuperar el papel del médico como actor estratégico del desarrollo implica reordenar el sistema desde su base macroeconómica; diseñar esquemas de pago por resultados, integrar el conocimiento médico en la planificación fiscal y reconocer que la salud es un bien económico esencial, no un producto de consumo.
La medicina, correctamente articulada con las políticas de empleo, educación y protección social, genera retornos mensurables en productividad, innovación y estabilidad social.
En este sentido, el futuro del desarrollo dominicano depende de un nuevo pacto entre ciencia, economía y Estado. No se trata de reivindicar al médico como héroe, sino como estratega del bienestar colectivo.
En una época donde el envejecimiento, las enfermedades crónicas y la inequidad sanitaria amenazan el equilibrio nacional, el médico es el principal regulador del riesgo país en salud. Cada indicador macroeconómico —PIB, gasto público, productividad laboral— contiene una variable médica oculta en la calidad y la eficacia del cuidado que se brinda a la población.
Por eso, un modelo de desarrollo verdaderamente sostenible debe situar al médico en el centro del diseño de políticas públicas. No basta con aumentar presupuestos o multiplicar programas, es necesario integrar el conocimiento clínico al diseño de las decisiones económicas, desde la asignación del gasto hasta la evaluación de impacto. Un país que ignora a sus médicos, ignora su futuro.
La medicina no es solo arte ni ciencia, es la infraestructura intelectual de la nación. En ella se cruzan la biología y la economía, la ética y la eficiencia, la humanidad y la sostenibilidad. Revalorizarla no es idealizarla, es entender que sin salud no hay productividad, sin médicos no hay salud, y sin visión estratégica no hay país que sobreviva.
































